Las protagonistas invisibles
Los bombardeos, los sobrevuelos de helicópteros y aviones, ráfagas de fusiles que rompen el silencio en parajes tan lejanos y olvidados, se vuelven a oír en la selva de Ayacucho y de Cusco, trayendo memorias de dolores, muertes y desapariciones que para la población de esas localidades, que vivió durante años el conflicto armado interno, aún están muy presentes. Muertes, desapariciones, de hombres, niños, niñas y mujeres que siguen esperando reparación y un poco de justicia frente a tanta impunidad.
Como si la normalidad
de estos años hubiera sido una ficción, el pasado vuelve y la población
nuevamente se encuentra envuelta entre dos fuegos, uno que es la continuación
de la demencia senderista, que no le bastó tanto dolor y muerte producidos en
el intento de imponer su poder y su doctrina, y el otro que desde el aire o
desde tierra pretende detener el paso de las columnas terroristas, repitiendo
la misma actuación de desprecio a la población civil, soldados que imaginamos
llenos de miedo y de rabia, poco preparados para enfrentar a los enemigos en un
espacio poco conocido, en donde Sendero les lleva clara ventaja al parecer.
Desde el aire fue
herida gravemente la campesina quechua Asunción Gavilán cuando se encontraba
cerca de su comunidad, pastando su ganado y envuelta en quien sabe que
pensamientos y sueños en Sanabamba, distrito de Ayahuanco, en Huanta. Con
seguridad ella vivió el sasachacuy tiempo y lo intentaría olvidar en estos años
en que si bien se sabía que los tutapurisqa (“los que caminan de noche") seguían recorriendo los
escabrosos caminos, pasaban sin quedarse, como una sombra en el paisaje.
Tuvo que ser transportada
en una improvisada camilla por sus familiares, quienes caminaron durante
diecisiete horas hasta llegar a la ambulancia que la trasladaría al
hospital en Huanta. Diecisiete horas en la que pudo morir desangrada, porque en
su localidad lejana, en donde los disparos rompieron su piel, no podía ser
atendida, no existen las condiciones. Qué claro que nos queda lo lejos que está
el Estado de estas localidades rurales del país y de las comunidades de
Ayacucho, que luego de lo que tuvo que vivir su población durante 20 años de
violencia, debía haber estado entre las principales preocupaciones de nuestros
gobernantes.
Desde tierra fue
abatido el helicóptero 357, en que murió la capitana Nancy Flores,
a los 32 años, mientras colaboraba en la búsqueda de los 36 rehenes,
trabajadores de Camisea capturados por los remanentes senderistas del VRAE.
Cuántos sueños truncos para la capitana, luego de pasar por la dureza de
entrenamientos, de luchar seguramente con el machismo y la visión que
sobre las mujeres sigue existiendo en sociedades patriarcales y en las fuerzas
armadas, logrando ser la primera y la mejor mujer piloto de la Policía Nacional
del Perú. Ella soñaba con “la pacificación del país”(1) cuenta su hermana.
Fueron dos mujeres
indígenas machiguengas – un pueblo indígena que habita desde tiempos
inmemoriales la selva cusqueña y que está sufriendo duramente el impacto de los
ataques de lado y lado, que los ha obligado incluso a desplazarse por su
seguridad – quienes ayudaron al suboficial de la PNP, Luis Astuquillca Vásquez,
quien luego de ser abandonado por sus oficiales y en un esfuerzo por salvarse y
buscar ayuda, se lanzó a un río y se dejó llevar por la corriente, mientras su
compañero César Vilca quedaba ahí herido en algún recodo del camino, donde
luego sería encontrado por su padre, con la ayuda de indígenas machiguengas,
cabe señalar.
“Como a las dos o tres
de la tarde, divisé una casucha cerca del río. Parecía un espejismo. Vi. a dos
mujeres. Decidí acercarme”, cuenta Astuquillca. No les dijo de inmediato que
era policía, tenía miedo de que fueran cómplices de los terroristas, dice,
porque ahí en medio de la selva y del olvido, para quien se ha salvado de la
muerte, cualquiera puede ser el enemigo. Ellas le curaron las ampollas de los
pies, le lavaron las heridas, lo cuidaron, le salvaron la vida. Finalmente les
contó que era policía y aunque seguramente ellas también tenían miedo
como el resto de la población, lo ayudaron a salir, mientras ellas se quedaban
con su miedo porque no tenían a donde ir. “Aquí están nuestras chacras”, le
dijeron,(2) sus chacras que son su vida, su mundo. Lo acompañaron hasta el
puesto de Kiteni y volvieron a su casa, a seguir escuchando los disparos, de vuelta
al olvido, invisibles, negadas. No es casual que cuando se habla del
suboficial, pocos mencionan a las mujeres machiguengas valerosas que se
expusieron y le salvaron la vida. Nadie conoce sus nombres, sus edades, sus
sueños, son sólo el detalle prescindible de la historia.
Hay otras mujeres de
las que se habla menos, a las que impúdicamente se vuelve a victimizar al
mostrarlas en pantalla como si la cámara y el camarógrafo fueran los
nuevos tribunales. Ellas son las mujeres indígenas que han sido capturadas por
los senderistas y criadas en el seno de su guerra y que logran ser recuperadas
tras años y años de permanecer en las columnas. Es el caso de Teresa, como
dicen que se llama, joven asháninka robada desde su niñez por los Quispe
Palomino. No se sabe su edad, dicen que ya es mayor, ella apenas la recuerda.
Fue capturada en Puerto Ocopa, en Satipo, integrada a las filas senderistas
como parte de la “masa”, obligada a cocinar, lavar, parir hijos que no
quería, como tantas otras mujeres, a quienes se les invade su cuerpo y se
les obliga a tener hijos e hijas que luego les son arrancados a los
dos años, según ha dicho la prensa, para ser adoctrinados cuando “ya están
listos para que sean ‘pioneritos”.(3) Teresa es expuesta frente la cámara, no
sabe leer ni escribir, nos cuenta que fue obligada a tener relaciones sexuales,
que tuvo hijos que luego le quitaron. “No recuerdo cuándo fue pero en una
reunión de los jefes de la organización uno le dijo a otro que había llegado de
visita al campamento: ‘Mira, aquí hay una soltera’, dirigiéndose a mí. ‘Asúmete
con ella’, le ordenaron. Él se me acercó, lo ‘atendí’ y me embarazó.”(4) Cuenta
su historia como si no hablara ella, como si estuviera escindida de
su cuerpo y fuera otra, lejana. La rescataron, dicen, pero la encerraron en el
penal de Ayacucho, acusada de complicidad, pues se supone que sabía lo que
hacía Mario, el marido que le fue impuesto.(5)
Si los niños no
resisten la dureza del vivir y caminar en la selva y mueren, sus cuerpos son
abandonados en tumbas clandestinas, debiendo ellas, sus madres, continuar su
camino, aceptando disciplinadamente su destino, porque así lo ordenan sus
mandos. “Hacen hueco y ellos mismos entierran a los tres, bebitos, cuando han
nacido, y a un chiquitito. Ha muerto otro ‘pionerito’, ellos los han enterrado:
‘César’ e ‘Iván’.”(6)
Y están otras, las más
invisibles de las invisibles, las niñas en Sendero, que serán las que cumplirán
los roles tradicionales y también tomarán las armas, serán ellas las esclavas
sexuales, las obligadas a parir hijos para esta absurda e inútil guerra.
Tiene 11 años y se
llama Miriam, dice. A primera vista, no puede distinguirse si es un niño o una
niña salvo cuando pronuncia su nombre. Se acomoda frente a la cámara que sin
ningún escrúpulo muestra su rostro, como diciéndonos que por estar ahí,
en ese campamento, ya no tiene los derechos que le reconoce la Convención
de los Derechos del Niño. Al periodista le importa la noticia, no los derechos,
y la cámara se pasea por su rostro, y el de José, Hilda, Wilder, y saborea los
titulares y el rating del domingo. “Mujeres combatientes proletarias, romper
las cadenas de opresión, con guerra popular, con heroicidad, alcanzar las
alturas de la emancipación… empuña tu fusil, que es tu felicidad, movimiento
femenino popular,” canta Miriam, siendo aplaudida por otros niños de su misma
edad.(7) No sabemos si entiende lo que significan las palabras que canta a
gritos, pero lo que sí es evidente es que lo que vive es todo lo contrario a la
emancipación y a la felicidad con la que debería vivir a su edad. Verla
conmueve e indigna, por lo que le está pasando a ella y a otros niños y
niñas que son criados en los campamentos senderistas, y avergüenza porque lo
permitimos.
Mujeres, niños y niñas
están sufriendo de una forma u otra el impacto del accionar de Sendero y de
quienes lo combaten. En un contexto en que se requieren, no hay respuestas
integrales para terminar con el terror que siguen imponiendo los remanentes
senderistas. En lugar de solamente plantear operaciones militares que llevan a
jóvenes inexpertos a exponer su vida, debería prestarse más atención a las
realidades de las poblaciones civiles, considerando en particular los impactos
diferenciados para hombres y mujeres en este conflicto. Es imprescindible que
se ponga un poco de lente en cómo se está tratando a las mujeres, que se
evidencie su heroísmo también, que por lo menos se las nombre, que se las
visibilice y se busque maneras de atender a las mujeres, las niñas y los niños
que sufren los estragos de las acciones de ambos bandos.
Por Rosa Montalvo Reinoso
madamrosa1@gmail.com
Noticias Ser Perú
Notas:
4)
Idem
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