“Un nuevo contrato moral es la construcción de la paz y de la nueva prosperidad en la Argentina y América Latina” - Elisa -

sábado, 12 de mayo de 2012

Las protagonistas invisibles


Las protagonistas invisibles


Los bombardeos, los sobrevuelos de helicópteros y aviones, ráfagas de fusiles que rompen el silencio en parajes tan lejanos y olvidados, se vuelven a oír en la selva de Ayacucho y de Cusco, trayendo memorias de dolores, muertes y desapariciones que para la población de esas localidades, que vivió durante años el conflicto armado interno, aún están muy presentes. Muertes, desapariciones, de hombres, niños, niñas y mujeres que siguen esperando reparación y un poco de justicia frente a tanta impunidad.


Como si la normalidad de estos años hubiera sido una ficción, el pasado vuelve y la población nuevamente se encuentra envuelta entre dos fuegos, uno que es la continuación de la demencia senderista, que no le bastó tanto dolor y muerte producidos en el intento de imponer su poder y su doctrina, y el otro que desde el aire o desde tierra pretende detener el paso de las columnas terroristas, repitiendo la misma actuación de desprecio a la población civil, soldados que imaginamos llenos de miedo y de rabia, poco preparados para enfrentar a los enemigos en un espacio poco conocido, en donde Sendero les lleva clara ventaja al parecer.

Desde el aire fue herida gravemente la campesina quechua Asunción Gavilán cuando se encontraba cerca de su comunidad, pastando su ganado y envuelta en quien sabe que pensamientos y sueños en Sanabamba,  distrito de Ayahuanco, en Huanta. Con seguridad ella vivió el sasachacuy tiempo y lo intentaría olvidar en estos años en que si bien se sabía que los tutapurisqa (“los que caminan de noche") seguían recorriendo los escabrosos caminos, pasaban sin quedarse, como una sombra en el paisaje.

Tuvo que ser transportada en una improvisada camilla por sus familiares, quienes caminaron durante diecisiete  horas hasta llegar a la ambulancia que la trasladaría al hospital en Huanta. Diecisiete horas en la que pudo morir desangrada, porque en su localidad lejana, en donde los disparos rompieron su piel, no podía ser atendida, no existen las condiciones. Qué claro que nos queda lo lejos que está el Estado de estas localidades rurales del país y de las comunidades de Ayacucho, que luego de lo que tuvo que vivir su población durante 20 años de violencia, debía haber estado entre las principales preocupaciones de nuestros gobernantes.

Desde tierra fue abatido el helicóptero 357, en  que murió  la capitana Nancy Flores, a los 32 años, mientras colaboraba en la búsqueda de los 36 rehenes, trabajadores de Camisea capturados por los remanentes senderistas del VRAE. Cuántos sueños truncos para la capitana, luego de pasar por la dureza de entrenamientos, de luchar seguramente  con el machismo y la visión que sobre las mujeres sigue existiendo en sociedades patriarcales y en las fuerzas armadas, logrando ser la primera y la mejor mujer piloto de la Policía Nacional del Perú. Ella soñaba con “la pacificación del país”(1) cuenta su hermana.

Fueron dos mujeres indígenas machiguengas – un pueblo indígena que habita desde tiempos inmemoriales la selva cusqueña y que está sufriendo duramente el impacto de los ataques de lado y lado, que los ha obligado incluso a desplazarse por su seguridad – quienes ayudaron al suboficial de la PNP, Luis Astuquillca Vásquez, quien luego de ser abandonado por sus oficiales y en un esfuerzo por salvarse y buscar ayuda, se lanzó a un río y se dejó llevar por la corriente, mientras su compañero César Vilca quedaba ahí herido en algún recodo del camino, donde luego sería encontrado por su padre, con la ayuda de indígenas machiguengas, cabe señalar.

“Como a las dos o tres de la tarde, divisé una casucha cerca del río. Parecía un espejismo. Vi. a dos mujeres. Decidí acercarme”, cuenta Astuquillca. No les dijo de inmediato que era policía, tenía miedo de que fueran cómplices de los terroristas, dice, porque ahí en medio de la selva y del olvido, para quien se ha salvado de la muerte, cualquiera puede ser el enemigo. Ellas le curaron las ampollas de los pies, le lavaron las heridas, lo cuidaron, le salvaron la vida. Finalmente les contó que era  policía y aunque seguramente ellas también tenían miedo como el resto de la población, lo ayudaron a salir, mientras ellas se quedaban con su miedo porque no tenían a donde ir. “Aquí están nuestras chacras”, le dijeron,(2) sus chacras que son su vida, su mundo. Lo acompañaron hasta el puesto de Kiteni y volvieron a su casa, a seguir escuchando los disparos, de vuelta al olvido, invisibles, negadas. No es casual que cuando se habla del suboficial, pocos mencionan a las mujeres machiguengas valerosas que se expusieron y le salvaron la vida. Nadie conoce sus nombres, sus edades, sus sueños, son sólo el detalle prescindible de la historia.

Hay otras mujeres de las que se habla menos, a las que impúdicamente se vuelve a victimizar al mostrarlas en pantalla  como si la cámara y el camarógrafo fueran los nuevos tribunales. Ellas son las mujeres indígenas que han sido capturadas por los senderistas y criadas en el seno de su guerra y que logran ser recuperadas tras años y años de permanecer en las columnas. Es el caso de Teresa, como dicen que se llama,  joven asháninka robada desde su niñez por los Quispe Palomino. No se sabe su edad, dicen que ya es mayor, ella apenas la recuerda. Fue capturada en Puerto Ocopa, en Satipo, integrada a las filas senderistas como parte de la “masa”, obligada a cocinar, lavar, parir hijos que no quería,  como tantas otras mujeres, a quienes se les invade su cuerpo y se les obliga a  tener hijos e  hijas que luego les son arrancados a los dos años, según ha dicho la prensa, para ser adoctrinados cuando “ya están listos para que sean ‘pioneritos”.(3) Teresa es expuesta frente la cámara, no sabe leer ni escribir, nos cuenta que fue obligada a tener relaciones sexuales, que tuvo hijos que luego le quitaron. “No recuerdo cuándo fue pero en una reunión de los jefes de la organización uno le dijo a otro que había llegado de visita al campamento: ‘Mira, aquí hay una soltera’, dirigiéndose a mí. ‘Asúmete con ella’, le ordenaron. Él se me acercó, lo ‘atendí’ y me embarazó.”(4) Cuenta su historia  como si no hablara ella, como si  estuviera escindida de su cuerpo y fuera otra, lejana. La rescataron, dicen, pero la encerraron en el penal de Ayacucho, acusada de complicidad, pues se supone que sabía lo que hacía Mario, el marido que le fue impuesto.(5)

Si los niños no resisten la dureza del vivir y caminar en la selva y mueren, sus cuerpos son abandonados en tumbas clandestinas, debiendo ellas, sus madres, continuar su camino, aceptando disciplinadamente su destino, porque así lo ordenan sus mandos. “Hacen hueco y ellos mismos entierran a los tres, bebitos, cuando han nacido, y a un chiquitito. Ha muerto otro ‘pionerito’, ellos los han enterrado: ‘César’ e ‘Iván’.”(6)

Y están otras, las más invisibles de las invisibles, las niñas en Sendero, que serán las que cumplirán los roles tradicionales y también tomarán las armas, serán ellas las esclavas sexuales, las obligadas a parir hijos para esta absurda e inútil guerra.

Tiene 11 años y se llama Miriam, dice. A primera vista, no puede distinguirse si es un niño o una niña salvo cuando pronuncia su nombre. Se acomoda frente a la cámara que sin ningún escrúpulo muestra su rostro,  como diciéndonos que por estar ahí, en ese campamento, ya no tiene los derechos  que le reconoce la Convención de los Derechos del Niño. Al periodista le importa la noticia, no los derechos, y la cámara se pasea por su rostro, y el de José, Hilda, Wilder, y saborea los titulares y el rating del domingo. “Mujeres combatientes proletarias, romper las cadenas de opresión, con guerra popular, con heroicidad, alcanzar las alturas de la emancipación… empuña tu fusil, que es tu felicidad, movimiento femenino popular,” canta Miriam, siendo aplaudida por otros niños de su misma edad.(7) No sabemos si entiende lo que significan las palabras que canta a gritos, pero lo que sí es evidente es que lo que vive es todo lo contrario a la emancipación y a la felicidad con la que debería vivir a su edad. Verla conmueve e indigna,  por lo que le está pasando a ella y a otros niños y niñas que son criados en los campamentos senderistas, y avergüenza porque lo permitimos.

Mujeres, niños y niñas están sufriendo de una forma u otra el impacto del accionar de Sendero y de quienes lo combaten. En un contexto en que se requieren, no hay respuestas integrales para terminar con el terror que siguen imponiendo los remanentes senderistas. En lugar de solamente plantear operaciones militares que llevan a jóvenes inexpertos a exponer su vida, debería prestarse más atención a las realidades de las poblaciones civiles, considerando en particular los impactos diferenciados para hombres y mujeres en este conflicto. Es imprescindible que se ponga un poco de lente en cómo se está tratando a las mujeres, que se evidencie su heroísmo también, que por lo menos se las nombre, que se las visibilice y se busque maneras de atender a las mujeres, las niñas y los niños que sufren los estragos de las acciones de ambos bandos.
Por Rosa Montalvo Reinoso
madamrosa1@gmail.com
Noticias Ser Perú
Notas:


 4)    Idem




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